
Era libre. Libre como una flor cuando termina la primavera. Cuando ya nadie la admira, nadie la halaga, nadie la huele, ni la arranca. Era libre como un libro cuando alguien termina de leerlo, como cuando ya uno se desprende de él, y lo cierra definitivamente. Era libre como la luna en la mañana, cuando deja paso al sol, para volver a no ser mirada, a apagarse. Ya nadie pensaba en ella, ya podía necesitar otras cosas e ir en busca de ellas. Ahora buscaría algo para sentir. Para sentir realmente, hondamente, y hasta dolorosamente. Era tiempo de construir ese mundo perfecto, de a poco, lentamente, laboriosamente. Con cada lágrima como si fuesen ladrillos, construir. Había perdido a todos, pero había ganado esa libertad que la gente tanto añora. Ahora estaba algo desencaminada, como una mariposa recién nacida, como una oruga recién convertida en mariposa. Sin embargo la vieron, y ella lo vio, una tarde gris que anunciaba tormentas lejanas en un lugar del mundo que ella no conocía y que no conocería jamás. Pasó sin querer por esa calle estrecha, casi como por azar dobló esa esquina. Y allí lo vio. Luminoso como el sol, y ella teñida de plateado por esas lágrimas espesas que no paraban de rodar por su cara. Eran el sol y la luna, cara a cara. Sin poder verse bien, por ese resplandor que él regalaba. No sé si fue casualidad o qué, pero la gente abandonó el lugar rápidamente. Creo yo que no se atrevían a presenciar el encuentro. El gris del día dio paso a un azul, un azul sin dejos de tristeza. Ella la tenía toda en su interior. Trató de esquivarlo y él no se movió. Trató de seguir, y su cabeza se rendía a esos ojos que la seguían de cerca. Era libre, sí, pero no estaba muerta. Sus músculos aún apretaban ese corazón cansado de sentir. Seguía siendo esa loca que siempre fue, seguía temiendo a los mismos fantasmas. Era la apariencia y nada más. No debían conocerse. Él no debía sentir sus pasiones. Quería gritar... gritarle para asustarlo y alejarlo, pero sólo un gorjeo salió de su boca reseca. Le dolía el pecho, y se sentó en el cordón de la vereda, escondiendo la cara entre esas manos finas. Algo la rozó. Una mano tal vez, en su espalda, unos dedos caminando por su revés, así como queriendo meterse en su interior, como sujetándola, aferrándola a esta vida que creía tan insulsa e inútil. Su cabeza pesaba, no podía y no quería levantarla. Por fin a los minutos se animó, lo miró de frente y sólo dijo "sol". Instantáneamente sus mejillas se tiñeron de un color rosado. Él rió. Fue una risa clara y feliz. Ella no pudo hacer otra cosa que observarlo con curiosidad. Ahora lo veía bien. Él era mayor, ella parecía más sincera, su cuerpo hecho de agua, enlagunadas sus piernas, ausente. Él en cambio era fuego. Sus manos encendidas, su cabello refulgente, pero sus ojos ya eran ceniza. Así como los ojos de ella ya eran barro. Los suyos marrones, los de él grises. Ella tocó sus manos y las apagó. Él era verano, ella invierno, un invierno repleto de tempestades. Miró a su alrededor y vio paredes lisas, estaban solos. Su vientre se contrajo a causa de los nervios. Su cabello se erizó al contacto de esas manos chispeantes. Ninguno de los dos hablaba, mas ambos esperaban que el otro lo hiciese. Se levantaron y caminaron por esa calle desierta, como dos almas solitarias que se encontraban en un infierno de gentes dormidas. Nada ni nadie los percibía. La luna y el sol desaparecían de ese lugar azul. Quemando y apagando estrellas por diversión, porque ya nada importaba allí. Fue el eclipse que rebalsó el vaso.
Belu.